Artes Culinarias
Sabores que saben a infancia: la ciencia detrás de la comida navideña
Exploramos por qué ciertos sabores navideños tienen el poder de llevarnos directo a la infancia, cómo funciona la memoria sensorial en nuestro cerebro, el papel que juegan ingredientes tradicionales como la canela, la vainilla y el chocolate en nuestras emociones.

Exploramos por qué ciertos sabores navideños tienen el poder de llevarnos directo a la infancia, cómo funciona la memoria sensorial en nuestro cerebro, el papel que juegan ingredientes tradicionales como la canela, la vainilla y el chocolate en nuestras emociones, y por qué la comida de Navidad no es solo una tradición, sino un espacio que conecta recuerdos, familia y momentos que se quedan con nosotros toda la vida
La comida navideña tiene un poder que pocas cosas en la vida pueden igualar, transportarnos a momentos. No importa cuántos años pasen, un bocado de natilla, el aroma del clavo, la textura de un buñuelo recién hecho o el primer sorbo de chocolate caliente pueden llevarnos directo a una versión pequeña de nosotros mismos, sentada junto al árbol, escuchando villancicos y sintiendo que la magia era real.
Detrás de esa sensación hay mucho más que recuerdos bonitos. La ciencia ha intentado explicar por qué los sabores de la Navidad despiertan emociones tan profundas y todo inicia en un lugar muy pequeño pero muy poderoso: el cerebro.
Cuando probamos algo que amamos desde niños, como los postres y bebidas típicas de diciembre, el sistema límbico, la parte encargada de las emociones y la memoria se activa de inmediato. Es lo que se conoce como “memoria sensorial emocional”: un mecanismo que hace que un sabor o aroma se convierta en una máquina del tiempo afectiva. Por eso, la mezcla de canela, vainilla, panela o especias como el clavo, no solo nos gusta… nos abraza.
Pero la magia no es únicamente neurológica. Los ingredientes tradicionales de la época también juegan un papel clave. La grasa del buñuelo, por ejemplo, transmite calidez y saciedad, lo que activa la sensación de confort. Los postres cremosos, como la natilla, liberan una dulzura que inmediatamente eleva la serotonina, esa hormona que nos pone de buen ánimo. Y el chocolate caliente, rico en compuestos aromáticos, despierta zonas del cerebro asociadas con la relajación y la ternura. En pocas palabras, nuestros platos típicos son recetas diseñadas consciente o inconscientemente. Para hacernos sentir bien.
A esto se suma algo que también explica la ciencia: el contexto. La forma en que comemos influye. Diciembre es un mes en el que las mesas se llenan, las conversaciones fluyen, las luces parpadean y los espacios huelen distinto. Todo eso crea una experiencia multisensorial que hace que cada plato tenga un “sabor emocional” más fuerte y sea una época para recordar. Incluso si preparas la misma receta en otro mes, es muy probable que no te sepa igual y pierda ese toque que tanto esperamos de este mes.
La comida navideña, entonces, es más que tradición. Es un puente entre quienes fuimos en nuestra infancia y quienes somos ahora. Es una colección de recuerdos que reviven cada vez que mezclamos harina, rallamos queso, calentamos chocolate o servimos un postre en la mesa familiar. Tal vez por eso, diciembre nunca pasa desapercibido. Porque a veces basta un sabor para volver a casa.
La comida navideña tiene un poder que pocas cosas en la vida pueden igualar, transportarnos a momentos. No importa cuántos años pasen, un bocado de natilla, el aroma del clavo, la textura de un buñuelo recién hecho o el primer sorbo de chocolate caliente pueden llevarnos directo a una versión pequeña de nosotros mismos, sentada junto al árbol, escuchando villancicos y sintiendo que la magia era real.
Detrás de esa sensación hay mucho más que recuerdos bonitos. La ciencia ha intentado explicar por qué los sabores de la Navidad despiertan emociones tan profundas y todo inicia en un lugar muy pequeño pero muy poderoso: el cerebro.
Cuando probamos algo que amamos desde niños, como los postres y bebidas típicas de diciembre, el sistema límbico, la parte encargada de las emociones y la memoria se activa de inmediato. Es lo que se conoce como “memoria sensorial emocional”: un mecanismo que hace que un sabor o aroma se convierta en una máquina del tiempo afectiva. Por eso, la mezcla de canela, vainilla, panela o especias como el clavo, no solo nos gusta… nos abraza.
Pero la magia no es únicamente neurológica. Los ingredientes tradicionales de la época también juegan un papel clave. La grasa del buñuelo, por ejemplo, transmite calidez y saciedad, lo que activa la sensación de confort. Los postres cremosos, como la natilla, liberan una dulzura que inmediatamente eleva la serotonina, esa hormona que nos pone de buen ánimo. Y el chocolate caliente, rico en compuestos aromáticos, despierta zonas del cerebro asociadas con la relajación y la ternura. En pocas palabras, nuestros platos típicos son recetas diseñadas consciente o inconscientemente. Para hacernos sentir bien.
A esto se suma algo que también explica la ciencia: el contexto. La forma en que comemos influye. Diciembre es un mes en el que las mesas se llenan, las conversaciones fluyen, las luces parpadean y los espacios huelen distinto. Todo eso crea una experiencia multisensorial que hace que cada plato tenga un “sabor emocional” más fuerte y sea una época para recordar. Incluso si preparas la misma receta en otro mes, es muy probable que no te sepa igual y pierda ese toque que tanto esperamos de este mes.
La comida navideña, entonces, es más que tradición. Es un puente entre quienes fuimos en nuestra infancia y quienes somos ahora. Es una colección de recuerdos que reviven cada vez que mezclamos harina, rallamos queso, calentamos chocolate o servimos un postre en la mesa familiar. Tal vez por eso, diciembre nunca pasa desapercibido. Porque a veces basta un sabor para volver a casa.
